Hasta hace pocos años, el paradigma vigente de desarrollo se concentraba en el bienestar y en el crecimiento económico como vía para ampliar las opciones, derechos y libertades de las personas. Los individuos y las sociedades eran considerados ricos o pobres, desarrollados o subdesarrollados, productivos o improductivos, legales o ilegales, cultos o analfabetos, incluidos o excluidos, centrales o periféricos… debido a que indicadores y estrategias se enfocaban casi exclusivamente en una sola opción: el ingreso, y con él, la oportunidad de acceso a los bienes de consumo considerados básicos y la capacidad de producción de las personas. Pero nadie se preguntaba por el bienestar de las personas, por sus capacidades o por su felicidad o satisfacción con estas estrategias.
El desarrollo como modelo prometía que, por medio de la mezcla de acciones estatales, individuales y la combinación de capital y tecnología, la pobreza y el atraso de los países menos desarrollados y colectivos más desfavorecidos se irían mermando poco a poco.
El mundo conceptual de la economía que se fue imponiendo en la idea de desarrollo seguía explicando las anomalías crecientes de carácter global como efectos secundarios y no como consecuencia de un régimen internacional estructuralmente excluyente y desigual.
Pero afortunadamente, la experiencia, muchas veces frustrada o de resultados limitados, de otras políticas de desarrollo y de proyectos de lucha contra la pobreza y la exclusión social fueron dejando como resultado favorable la constatación de que en la participación social y comunitaria podía haber potencialidades de gran consideración para obtener logros significativos en materia de convivencia, inclusión y equidad.
De esta manera, la participación se ha ido colocando en un encuadre diferente al de décadas anteriores. Ya nadie hoy se atrevería a ir en contra del discurso participativo. Ya no se trata de una discusión entre utópicos y antiutópicos. Decir que la participación no es necesaria, buena, pertinente, útil, etcétera sería desconocer el aparente consenso que existe en su nombre y, más allá de eso, sería ir en contra del discurso imperante de la democracia. Todo lo contrario, parece que existe un amplio consenso a nivel nacional e internacional respecto a la importancia de la participación en tanto que elemento que contribuye al fortalecimiento de la ciudadanía, la democracia y el ejercicio de las políticas públicas.
Para los nuevos enfoques de desarrollo las personas ocupan ahora un lugar central. El desarrollo se analiza y se entiende en términos de las personas y los paquetes de políticas, aún con variaciones entre los diferentes países y organizaciones, poseen algunas características comunes:
Desde esta perspectiva, el desarrollo va a compartir con la participación las mismas coordenadas, situándonos en el mapa bajo otras coordenadas diferentes a las tradicionales
Por eso, a la hora de hablar de hablar de participación, a la hora de diseñar y formular nuestras estrategias y programas, es importante tener en cuenta qué es el desarrollo (social y comunitario) y bajo qué paradigma nos estamos moviendo. No podemos aislar la participación de su contexto, el desarrollo, ni perder de vista que la inclusión de las personas en las estrategias de participación social van a estar determinadas por una experiencia histórica, un patrón cultural y un contexto social que define el itinerario de las mismas en base a un rol, una posición, una clase… No hay una fórmula ni definición única de participación que se pueda aplicar en todos los casos, dependerá de las condiciones culturales y sociales de cada contexto, así como de las características, competencias, necesidades y objetivos específicos de cada persona, grupo y comunidad.